lunes, 29 de octubre de 2012

El circo

     ¿Cómo es eso de que querés enseñarme a vivir? Contáme una cosa, ¿cómo fue, de nuevo, que aprendiste vos? ¿Cómo fue que supiste que algo duele? Porque vos no sos de confiarte de lo que cuentan. Vos no te confiás cuando te dicen que el plato está pasado de sal; vos lo probás. Vos preferirías morir envenenado antes de vivir sin saber con absoluta certeza si ese fruto era en verdad venenoso. Vos sos de los que no viven a la segura porque así no es vivir y al final no es morir; no es nada y al final no fue nada porque no pasó nada. Preferís vivir un segundo que esperar por un siglo.
     Y ahora venís con ese hipócrita intento en un irónico carrusel de palabras que le pasan por encima al gatillo del revolver encuñado, ese que te ve a los ojos. ¡Ah! ¿Es que no lo habías visto antes? No, acá la cosa no funciona así. Vas a mantener los ojos abiertos (bien sabés que cerrados, no los tenés, cabrón), y la mirada mantenida, y te esperás a que te construya el espejo. Si, ese que es el único al que le has huido en toda tu vida porque a nada le huís, excepto a vos mismo.

     Sólo la sombra te descifra, y por eso te persigue; por eso huís. Vení a verte, ya el espejo está empezando, pero no todavía, no vayás a ver un espejo incompleto. Eso es de mediocres, y aquí los dos sabemos que mediocre solo es la ignorancia, la misma a la que te agarrás, detrás de la que te escondés. Pero una fachada de ignorancia no oculta la verdad. ¿No te sentís, ni una gota, HIPÓCRITA? Vení, vení, acercate (pero todavía no te enseño el espejo, porque no está listo), vení vos vestido de fuego a enseñarme a no calentar. ¿Te dejarías? Vos, que sos al que nadie se molesta en poner amarras porque te sobran alas; al que ni volviéndose mudo se deja de oír.

     Eso, acercandote. Pero, eso sí, con cuidado porque acá tengo una vela, y no querrás que se te aparezca por detrás la sombra, porque te agarra de los tobillos, no te deja ir y te recuerda a los actores, arruinando los personajes que detrás de escenas cambian de vestuario y pasan de rey a plebeyo.

     ¡Acto dos! ¡No se acaban, vienen más! ¿Se acaba el carrusel, o te quedan monedas? Y todavía con la fachada te acercás, ¿no te dije que tengo una vela? Cuidado con un incendio, porque las fachadas toman tiempo construir.
     Se te ven los ojos escarlata, y una peculiar expresión. ¿Estás viviendo? Mejor tomo nota, no se me vaya a escapar ni un detalle. Mirá, ya casi, casi se te distingue la sombra. Curioso, es una forma borrosa que parece una verdad. ¿Te asuste? O, ¿te asustaste?. Un susto dió un fantasma cuando no había mucho que conversar. El hombre sabio, conversa, y el susto se vuelve para hablar.
     Parecés estar confundido. Te mareaste en el carrusel, de seguro. Bajate, te invito a la realidad. Aquí las sombras viven y no tienen sombras, porque las velas son las sombras y lo que ves no es la fachada, ni los personajes, ni el vestuario. Acá ves lo que hay detrás. Sin maquillaje, ropas, ni juegos de luces: acá te enseño la verdad. ¿Sobresaltado? Verdad, verdad, verdad; ¡Verdad!


¡El interludio, damas y caballeros! Porque nuestro actor principal, maestro de las expresiones, domador de su faz desentendida de la realidad, ¡necesita un descanso! Agachate ahí mismo, y tomate un momento. Prometo no mencionar la verdad. ¡Perdón, no lo vuelvo a hacer! Ya el espejo está casi terminado, no te vayás a ir ahora. ¿En serio te querés ir? Vení, vení; yo pensaba que no temías a nada. Es interesante como el miedo solo le teme al miedo.
     Mente, no le temás a la mente, pues a fin de cuentas para eso te estoy construyendo el espejo, sino, ¿para qué?
     Parece que estás temblando, que raro, si la vela algo calienta... Bien, mejor cierro la ventana. Ya, listo. No, no hay paredes, pero hay brisa y entraba por la ventana, y no por las paredes -por las paredes no entra porque no hay paredes-, pero eso no lo sabías porque no sabés dónde estás. Mmm, no te lo mencioné. Es que ahora estamos en mi mente. Ni volvás a ver para buscar el carrusel, porque no lo vas a ver ya. Bueno, tal vez allá por el fondo. Sí, sí, todavía se ve tu mente en ciclos como se aleja. Todavía da vueltas el carrusel, y si te esforzás y cerrás los ojos (se que no lo vas a hacer, porque vos nunca cerrás los ojos) escuchás el sonido de su eje herrumbrado....
     Y.... ¡Se fue! Pero no estás solo, la sombra la tenés difundida con los talones. Aferrate bien, porque ya, lejos de tu mente, comienza la mía. Ya no se entrecruzan, porque ahora nos sos vos el que pretende enseñarme el secreto del porvenir, soy yo el que te abre las bitácoras de tus huellas. Ah, sí, te estremecés todo. Claro, detrás de toda la cubierta, bien sabés que has traído, entrelazadas entre la piel, las anteojeras de mentiras y falsedades que vos mismo tejiste, de hilos de palabras y con agujas de ego.


     Ya se te ve en los ojos el miedo. La fachada efectivamente se te fue al suelo. Y vos creías que nunca ibas a estar vulnerable frente a mí. Yo te conozco mejor que vos mismo, porque yo no niego los hechos, yo los veo, los observo desde afuera y los juzgo, los califico y los guardo, convertidos en perdigones, esperando este y muchos otros momentos. Y qué ganas me tenía de cargar. Esa negación que tenés... Pero mejor te enseño el espejo, que ya lo terminé. Lo junté con los reflejos de las lagunas que más ignorás, que más intentás ocultar tras tus mascaradas, tus falsedades asquerosas. Esas, oscuras, que por más que intentás ni la mugre se atreve a cubrirlas, porque enseñan con claridad la verdad; recordá que los reflejos no mienten. Vos me dejaste entrar, pensando que me ibas a guiar todo el trayecto, pero yo te conozco.

°°°

Entre maldiciones se atrevió a levantar el espejo. Y sí, ahí estaban todas las lagunas que bien sabía dónde se encontraban, pero que nunca me atreví a aceptar. Intentando contener un alarido que de todas formas no lograría escapar, sentí como la luz escapaba del recinto (¿cuál recinto?), succionándole la vida a la vela, alimentando el enmarcado horror. 

El espejo me consumió, obligándome a recorrer todas las páginas dejadas atrás, cada costa, cada valle, cada río en un hilo decadente.


El corazón del ébano

     La primera laguna estaba disimulada entre cinco altas paredes de piedra vestidas de ébano, y frías cual suspiro de despecho. Se elevaban hacia un cielo de un tenue resplandor esmeralda que aumentaba rítmicamente, maquillándolas. Decorándolo estaban no más ni menos de diecisiete estrellas, que alternaban sus murmullos para conversar con el horizonte. La única señal de vida que se apreciaba era un cerezo a medio marchitar, que no era muy cerezo, con tan sólo una flor blanca y una azul, bailando en la punta de una de las maltrechas ramas, que lograba aún mantenerse en pie en un pequeño islote apenas sobresaliente, que las aguas de la laguna bañaban con paciencia. El islote se delineaba con cientos de telas desgarradas que lo rodeaban hasta perderse en el abrazo profundo del agua, de colores grisáceos alguna vez vivos y brillantes como lo fue también el cerezo. Algunos trapos conservaban aún sus costuras y remiendos, sin que estos revelaran su identidad de antaño. Restos de cráneos por doquier, pero vistiendo con el mismo remanente; tan sólo la dentadura, y los labios resecados por el olvido, forzando una débil sonrisa que, de reojo, acusaban el amago de una mueca de miseria. Me parecía verles los ojos, pero cada vez que intentaba enfocarlos se escabullían  silenciosamente, evitando mi mirada.

La última costa

     El reloj marcaba la misma hora de siempre, 12:37. Las estrellas tercamente invadían el cielo, rodeando a una luna que no era ni llena, ni nueva, ni cuarto, ni media; ¿quién sabe? lo importante es que era luna. Se imaginaba que sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, como si hubiera habido luz, mientras sentía la fría arena deslizarse entre sus pies con cada vago paso que daba. Se imaginó que su piel se estremecía ante un súbito cambio de cálido a frío, como si de cálido se acordara. Incluso frunció el ceño, como si eso hiciera alguna diferencia. Caminaba lento y sin prisa, dejando ínfimos surcos en el incoloro lienzo que cruzaba, de vez en cuando dando una vuelta con la mirada clavada en alguna linterna del cielo, sintiéndose un pincel describiendo círculos sin sentido, cuando con el rabillo del ojo le llamaba la atención alguna otra y repetía, a sabiendas de que la marea desde ya condenaba cualquier huella que lograra imprimir.
     Las olas rompían en la orilla; a veces con fuerza y a veces débilmente, a un ritmo constante. Lograba escuchar sus propios latidos con claridad, casi sincronizado con el rugir del océano. Se le antojaba toda una orquesta, un conjunto con efectos calmantes. 
     Todo era en un intento fútil por ignorar esa angustia inexplicable que consumía su interior y le llegaba a través de cada fibra de su ser, que le urgía hacer algo al respecto, pero, ¿al respecto de qué? La incertidumbre acosaba su mismísima existencia despojando su vida de toda calma.

     Espontáneamente lograba soltarse las amarras una lágrima rebelde, corriendo estrepitosamente, buscando caer para encontrar una respuesta a ese sentimiento, a esa falta de emoción. Contenía impulsos por sollozar, los cuales el llanto le reclamaba empujando una lágrima sorda que desaparecía hacia el canvas arenoso. Luego omitía cualquier resistencia, solo para encontrarse en soledad sin siquiera su propio llanto, que ahora deambulaba, ignorando su propósito, en los pasillos de sus míseros laberintos internos. Se encontraba en un sentimiento de desolación absoluta, sin explicaciones, raíces ni frutos. Era una enredadera sin inicio ni final. En el día a día sus adentros se consumían al tiempo en que en el exterior se fortalecía una gran fachada de cualidades, atributos y personalidades coloridas; toda una función que anunciaba a gritos desesperados todo lo cual anhelaba verdaderamente ser, mas no en ese momento, a las 12:37, en la misma costa, bajo la misma noche (aunque, ¿para que exista noche, no debería existir un día? Si no, ¿para qué la diferencia?), frente al mismo océano de proyecciones que su mente había construido. Un espacio que fue alguna vez su refugio personal, su paraíso de la reflexión, que se había convertido en el último rincón en donde su ser se permitía refugiarse de la realidad.

     Seguía caminando lentamente, cuando se deslizó desde su piel y de regreso al montón un grano de arena clave. O, por lo menos, esa impresión dió; pues justo al momento en que terminaba uno de sus parsimoniosos pasos, sintió en su triste frente la primera de un ejército de gotas. Llovía. Era una lluvia delicada, lenta y sin energía alguna. No competía con las olas ni con sus propios latidos; la sinfonía que le acompañaba ya había empezado, y la lluvia no interrumpía. Pero sí sus reflexiones.

     Con cada gota que se suicidaba contra su piel, era como si se apareciesen imágenes de momentos verdaderamente felices a todo su alrededor, por tan solo un suspirar, para desaparecer al unísono con la espuma de las olas, pintando la orilla. Y con cada imagen recordada, se construía un espejo que le recordaba que su vida, maldita por el tiempo, no mantenía la esencia del pasado, si no que había cambiado, y ahora hedía a tristeza.

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